miércoles, 22 de octubre de 2008

Allá donde sopla el viento...



Eran ya las 11 de la mañana cuando mi estómago y mi capricho de volver a degustar los bocatas del Cuenca estaban saciados...


Antes de salir de tan acogedora posada, aproveché para que me llenaran la petaca de ese sabroso orujo que pocos como ellos almacenan en su bodega.


Era pronto para volver a casa. Era pronto para terminar un almuerzo tan suculento. Ése almuerzo necesitaba de una larga digestión rodando entre arboledas.


Subí por la carretera de Corbera, sin rumbo ni destino fijo. Allá donde soplaba el viento, allí iba. Por un momento me sentí como un bucanero en busca de tierras lejanas aún por descubrir. Con afán de nuevas aventuras y desventuras. Sin miedo y con la adrenalina que a veces te hace subir el misterio y el riesgo.



Hacía tiempo que no cogía ésa carretera.


Con cierta añoranza, recordaba a “ alguien “ que por algún lugar de ésa villa todavía debe andar… A veces es placentero recordar episodios de tu vida con añoranza. Ésa película que te montas, esos recuerdos bonitos… Quizás lo bonito de la nostalgia es que probablemente no se volverá a repetir un episodio igual, y degustas con más placer tus recuerdos guardados bajo llave. Y a veces, hasta te planteas que prefieres que no vuelvan a repetirse, pues el placer de ésa nostalgia ya es suficiente.



Entre nostalgia y pinos, veo un cartel que indica Gelida a 11 kms. Pero me parecía un lugar demasiado conocido y demasiado “ a mano “ como para detener mis pensamientos allí. Necesitaba algo más, alguna aventura, algo desconocido, algo que le diese sentido el dejarme transportar por el viento…



Otro cartel, pero éste pequeño y amarillo, señalando una dirección: Monestir de Sant Ponç. Bien ¡!! Pensé. Algo me decía que era lo que estaba bucando. Continué la dirección que indicaba el cartel, saliendo de la carretera. El liso asfalto por el que subía se convirtió en un asfalto más tortuoso, pero perfectamente apto. Unos kilómetros, y no distinguía ninguna señalización que me llevase al destino que había elegido. De pronto, vuelvo a ver un cartel igual al de antes. Continúo, y el camiono tortuoso por el que venía, se bifuca en dos. Mmmmm…. He ahí la cuestión. ¿ Derecha o izquierda ? Elijo izquierda.



Lo que hasta ahora era una carreterilla tortuosa pero perfectamente practicable, se había convertido, como por arte de magia, en un barrizal y campo de hoyos digno de cualquier paisaje kosovar. Pero no me amedrenté. Unos moto-crossistas pasaron por el lado mirándome estupefactos. PERO ÉSTE TIO ESTÁ GILIPOLLAS O QUE !! Seguro que lo pensarían. Bueno, igual estoy gilipollas, pero lo que no saben es que practicaba el “ custom-cross “.



Estaba en medio del meollo. Si me echaba atrás, ya no seguía el soplar del viento, y eso significaba abandonar la aventura en la que me había inmerso.


Entre baile y baile del donut trasero, empiezo una empinada subida. Y allí, al llegar a la cima de la colina, majestuoso, diviso la torre del campanario que tan ansioso estaba buscando. La intuición de seguir el rastro del viento había dado sus frutos.


Empecé a respirar la paz y la tranquilidad que hacía rato andaba buscando. Ése momento le dió sentido a mi vida. Ésos momentos que te hacen sentir único en la tierra, que te hacen pensar que la vida son menos cosas de las que poseemos y deseamos.


Continúo unas centenas más de metros, y llego hasta el pie del Monasterio. Un árbol centenario posa a escasos metros de la cuidada puerta de madera. Un árbol que podría contar muchas historias que por allí habrán acontecido. Sentía cierta envidia del árbol. Él puede recordar como eran los monjes que por allí pasaban a diario con sus rebaños, cargados con los frutos que nos da la madre tierra, las visitas de los valientes caballeros a bordo de sus corceles que encomendaban su vida a los designios del Señor antes de partir a la batalla… Admiraba tal construcción a medida que la iba visitando mientras la rodeaba. Admiraba lo bien que podían hacer las cosas 800 años atrás con pocos medios, y con la única ayuda de la mano del hombre. Sin grúas, sin camiones hormigonera, sin ayuda de la tecnología. Sólo con sus manos y su ingenio.


Paseo por la explanada trasera del Monasterio, y entre unos árboles encuentro a dos ciclistas reponiendo fuerzas. Mi presencia les provocó un sobresalto. No me extraña, estás con tu bocata tranquilo bajo un pino, creyendo que estás solo, y aparece por detrás un tio de casi dos metros, vestido de cuero y con parches de calaveras, pues no es para menos… Hasta yo me acojonaría ¡!!


Caminé un poco más, contemplando nuevamente tan hermosa construcción y respirando la paz y la tranquilidad que me transmitía la naturaleza.


Me quedé un rato contemplando a mi montura. Gracias a ella había llegado a mi destino no predestinado. Le agradecí en mis adentros lo bien que se había portado, y aproveché para decirle que siempre será la más bella entre las bellas. Celebré el momento recurriendo a la petaca que había llenado previamente en la posada con orujo.


Una última mirada al centenario árbol, deseando que siguiese viendo la vida de los hombres pasar durante mucho tiempo. Me sentí afortunado, pues yo también pasaré a formar parte de sus recuerdos.Un último cigarro. Mi despedida y agradecimientos al viento, que se había detenido allí por mi, y que él continuaría su marcha en busca de otro errante motorista que quisiera seguirle allá donde nadie sabe, como yo hice un dia.






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