sábado, 8 de noviembre de 2008

Entre carajillos y dominó


" ... y la máquina teletransportadora de moléculas me devuelve a mi montura. "


Todo aquél que vive en un barrio ajeno a zonas residenciales tiene cerca un bar carajillero. Ésos bares en los que entras y parece que en cuestión de segundos alguna máquina teletransportadora de moléculas te ha llevado hasta el mismísimo corazón londinense y te ha dejado tirado en medio de la niebla a orillas del Támesis.

A pesar de vivir en la era de la tecnología, en la que puedes hablar con personas en la otra parte del globo a través de una pantalla, en la que puedes localizar a cualquier persona con un teléfono aún estando en el Himalaya, los bares carajilleros siguen siendo los bares carajilleros. Locales con regusto de mediados de siglo, en los que la barra de mármol ha perdido todo brillo y han dejado huella las cicatrices de la Vileda.

Entras y ves a tipos de barrio, solitarios, rudos, apoyados en la barra, con la tez curtida y las manos callosas por haber estado toda su puta vida currando en lugar de ir a la Universidad, tomando su carajillo de Magno, su quinto, o su barretxa. Unos potes de cristal conservan dentro de una mezcla de colores rosados y verdes, parte de esos aperitivos que tanto caracterizan al españolito de a pie: banderillas, berenjenas aliñadas, guindillas, olivas sevillanas… Unos metros al fondo, unas mesas con vetas desgastadas de fórmica marrón, 3 tipos pasan la tarde jugando a un clásico de nuestro suelo patrio, el dominó. Llevan toda la tarde con el mismo carajillo, ya frio, saboreos de una hora en cada trago que dan; pero ellos más que nadie saben lo que es saborear una sobremesa, lejos de las prisas mundanas e histerias que nos hacen ser casi inhumanos.

En un rincón, sobre un armario de envases de sifón Ondina, la tele a medio volumen emite un programa de esos de cualquier tarde en el que “ periodistas de investigación “ tafanean en la vida de cualquier famoso o vividor al que nunca le han salido ni saldrán callos por doblar el lomo.

- “ ¿Qué ponemos? ” Pregunta el hombre de cierta edad tras la barra.
- “ ¡Pues un quintillo !” No sé porque pido siempre quintos, si siempre acabo bebiéndome dos o tres, y acabaría antes con una mediana, pero bueno, es por eso de que así parece que me contengo más.

Un tipo de los que permanece en la barra suelta en voz alta un comentario sobre la crisis mundial. El comentario abre paso a una conversación, en la que varios participamos y opinamos. Se entabla sin forzar ni pedirlo un tema, amenizado por el “ quintillo ” y los golpes de las fichas de dominó de la mesa del fondo.

Ese quinto me está entrando como miel sobre hojuelas. “¡Póngame otro!”, al mismo tiempo que señalo con el dedo el botellín ya vacío. El hombre mayor sirve en unos platitos blancos unas rodajas de choricitos fritos, del que todos damos buena cuenta. La conversación continúa, pero no sé porque tipo de magia, la conversación ha derivado en un suceso reciente ocurrido a uno de los interlocutores.

Llevo ya tres quintos, y la cerveza me obliga a ir al WC. Un pequeño cuarto decorado con baldosines color verde hospital, de los que ya no se encuentran. La cisterna yace elevada, con un desagüe de viejo y negro plomo, y lo que antaño el tirador sería una cadena, es ahora un trozo de cuerda. Una bombilla solitaria en el techo y con el cable visto ilumina “ mi puntería “.

Vuelvo a la barra, ahora con otro tema de conversación en el ambiente. Pero se hace la hora ya de irme al redil. He salido de currar y antes de subir a casa, he estado un rato en el bar carajillero de mi barrio. Me he tomado 3 quintos, he picado unos choricitos fritos y me he gastado 3 euros. Me he distraido sin necesidad de opulencias, en mi barrio, viendo a las gentes de a pie y del dia a diam, conversando con ellos. Ahora cuando los vea por la calle los saludaré; nada que ver con el bar de diseño del anterior fin de semana en que todo era impersonal, distante, lleno de niñas monas y repelentes, y que cualquier copa que pidieras te hacía temblar la cartera.

Salgo del bar, despidiéndome de mis compañeros eventuales de conversación con la mano en alto, y la máquina teletransportadora de moléculas me devuelve sobre mi montura.

En el semáforo, pienso que va siendo hora de reivindicar los bares carajilleros de barrio, contribuir a que no desaparezcan y que no sean sustituidos por frios neones y camareras con sonrisas de plástico, en los que empezar una conversación con un desconocido puede abrir ciertas sospechas sobre la finalidad con la que hablas con el desconocido en cuestión. Eso jamás te pasará en un bar carajillero, y jamás conocerás tan a fondo el corazón de tu barrio y de sus gentes como en el bar que juegan los rudos obreros al dominó en la esquina de tu calle.