miércoles, 29 de octubre de 2008

Dias de lluvia

Quién no ha pasado jamás ratos apoyado en una ventana viendo como la lluvia moja las calles de su ciudad. Lluvia en la que cada gota trae un recuerdo, una añoranza, un pensamiento, un olor…

Esa lluvia que parece hablarnos a través del olor a mojado, a la que no le hemos dado permiso para hacernos recordar. Una comunicación especial se establece con el líquido elemento con el que la madre naturaleza nos obsequia.

Cada gota que cae se convierte en una brillante y nítida bola de cristal, en la que veo fotos de mi vida impresas. Un buen compañero de carretera y mejor persona en más de una ocasión me recuerda que las mejores fotos son las que conservas en el corazón. Y qué razón tiene.

Siento que necesito tocar esas fotos, verlas de cerca, sentirlas... Ahora el sonido de la lluvia y el del V-Twin son los que me llevan a recorrer esa ciudad ahora oscurecida y mojada. Me detengo en ése banco de aquél parque en el que di mi primer beso. Quisiera arrancarle el recuerdo al banco. Pero ahí yace, impregnado en sus maderos.

Aquella vieja tienda de música en la que compraba las cuerdas de mi primera guitarra ha desaparecido. En su lugar un negocio de telefonía ha eclipsado las guitarras que minuto tras minuto y dia tras dia emitían el “ smoke on the water “ de cuantos iban a probar tan visceral y hermoso instrumento.

Paso por delante del 487, la escalera de una gran Avenida que vió madurar mis primeros 30 años. Esos cinco pisos que tantas y tantas veces entrenaban mis piernas.Esa finca antes vieja, descuidada, con puerta de forja, es ahora un modernista edificio reformado, en la que el olor de la vieja cerrajería que vió a tantos inquilinos pasar por allí, ha desaparecido.

Ando un poco más. Distingo cada gota que cae, cada gota que se estrella en el toldo de la vieja tienda de ultramarinos, en la que hace ya muchas lluvias compraba con mi madre los donuts y las chocolatinas para merendar. Esa tienda en la que uno encuentra lo inencontrable, y que parece destinada a desaparecer para ocupar su lugar un moderno local de artículos de importación o de comida rápida.

Arranco la moto, y me dirijo hacia el norte, bordeando el Mediterráneo que baña mi cuidad. Me detengo en aquél espigón en el que muchas rocas también llevan impregnadas recuerdos y aventuras adolescentes. Aquella primera botella de ginebra, el primer porro, las primeras caricias con alguien especial…

La lluvia no cesa, y yo sigo bajo ella, contemplando la inmensidad del mar, hasta donde se pierde la vista. Ensimismado en el misterio que encierra cada ola que choca con las rocas y me salpica. Pero no hay temporal capaz de borrar el recuerdo en esas rocas.

Es tarde ya. Vuelvo despacio, sin prisas, gozando de las gotas que golpean la tez. Hace frio, y mi cuerpo necesita un estimulante. Veo un viejo y carajillero bar de carretera, que se convierte en un oasis. Es uno de los placeres que más me gustan cuando voy en mi pequeña: sentir que el frio se ha apoderado de tu cuerpo y volver a sentirte nuevo con un reconfortante café y un cigarro.

Estoy llegando a casa. Ya ha parado la lluvia. Las bolas de cristal yacen en el suelo, rotas, buscando una salida. Pero los recuerdos de verdad siguen estando ahí, imborrables en los maderos del banco y en las rocas, y la lluvia ha conseguido que pueda volver a sentirlos y catarlos como si otra vez el pasado estuviera aquí presente.